Nuevos mapas, nuevas navegaciones.
La Cuarta Transformación de la vida nacional no es un proyecto ni un programa. Tampoco una estrategia determinada para cumplirse en un lapso fatal.
Si así fuera, agotada casi la mitad del periodo presidencial, ya deberíamos haber visto una transformación, una crisálida de la mariposa prometida, pero no hemos visto nada.
Hemos observado sólo cambios escenográficos o simbólicos orientados a la condena del pasado y muy poco a la explicación eficiente de los actos presentes. A fin de cuentas, y como simple ejemplo, no se gobierna mejor por mudarse de Los Pinos al Palacio Nacional.
La convocatoria a tan singular efeméride en la historia nacional, cuya rimbombancia tiene sonoridades de epopeya, aunque no haya producido algo más allá de un chiflidito pacato, ahorrativo y de avariciosa austeridad, tampoco es una doctrina. Mucho menos una ideología.
En el mejor de los casos consiste en una infinita serie de recursos de lucimiento personal orientados a la persuasión; una consecuencia de las modificaciones legales y políticas emprendidas por el presidente Andrés Manuel López O., a quien la historia le debe caer –porque él así lo ha decidido–, como un anillo al dedo.
En ese sentido, y con recurrencias interminables a las anécdotas históricas, para volver ejemplares las acciones presentes, en lo cual siempre gana quien las escoge y las cuenta a su modo y de su lado, la ambición presidencial es su historia, no la crónica de sus días; es decir, le importa cómo lo verán, no cómo lo ven.
Y en ese sentido el reciente proceso electoral, le abona al afán de consolidación con nuevos socios, nuevos colaboradores, porque eso y no otra cosa serán las señoras y señores cuyo triunfo a través del voto popular, ha pintado de tinto casi todo el país, lo cual mucho debe alegrar a quienes, con esa doctrina, proyecto o capricho personal, comulguen.
Observa el presidente una nueva cartografía del poder cuyos límites se ensanchan y sus poderes se amplían, casi como satisfecho mira el banquero la apertura de nuevas sucursales.
Baja California, muy bien; Sonora, muy bien; Sinaloa, requetebién, Ovidio, como París, vale una misa; Guerrero, cómo no y así sucesivamente en cada una de las nuevas subsidiarias del Ejecutivo a las cuales se sumará pronto, para cualquier cosa como sea necesario, el Banco de México, cuya autonomía se parecerá a la de la Fiscalía General de la República. De dicho, de palabra, de saliva, pues.
Soñaban los opositores con arrebatarle la mayoría en el salón de los diputados. No se pudo. Como la democracia, la mayoría debe presentarse sin adjetivos. Calificada, simple, absoluta o como sea, un conjunto de diputados numéricamente mayor, es una mayoría, no importa si al mismo tiempo es también una minoría, primera o segunda.
Ellos parten el queso y cortan el bacalao y no faltan quienes, fieles a la antigua ley de Judas, y cambien sus lealtades –cosa sencilla cuando se carece de ellas–, por “rútilas monedas”, diría Porfirio Barba Jacob, tasando el bien y el mal.
Nada impide el paso de las legiones Morenas. Nada. Ni siquiera el descalabro de la Ciudad de México, porque sus efectos no serán inmediatos.
La mitad de la capital vivió treinta años engañada por los peores gobiernos de Tenochtitlán para acá, y otros tantos tardará en encontrarse con una nueva fórmula de convivencia fuera de la incurable ineptitud de la izquierda “tumbametros”, cuyo mejor talento es conmemorar la pena por el Jueves de Corpus y el vuelo de los rapaces halcones.
Quien quiera hablar de un nuevo México no podrá hacerlo porque el país es el mismo e iguales son sus instituciones, sus tradiciones, su historia –la real desconocida; la oficial, desvirtuada y la futura, imaginada–, y su forma de gobierno.
El presidencialismo decreta por sus amplios poderes la consagración del poder presidencial no como una potencia abstracta sino como una necesidad para el ejercicio cotidiano capaz de escribir desde ahora, la historia de cambios profundos con cuya hondura se van a maravillar nuestros descendientes.
Por eso se debe plantear un paquete de cambios, la mayoría de ellos aparentes, al cual por deseo propio se le llama transformación, mutación, evolución darwiniana o como se quiera.
Pero sí se podrá hablar de un nuevo mando nacional amplio y socarrón, a veces con tonos patriarcales, en cuya dimensión hay un destacado espacio para simular una conducta casi familiar salpicada de dislates humanizados, errores de “Kabalah”, para hacer más comprensible y querida la figura entrañable cuyos gracejos y simples torpezas de protocolo fifí, nos revelan su íntima bondad, su desinterés por las cosas materiales, ya sea los lujos de la frivolidad mundana o el polvo de los zapatos.
Él es un presidente feliz, aunque le pueda prestar su camisa a Tolstoi para escribir otro cuento sobre la humildad.
GATINFLAS
“La empresa –dice el papel pegado a las puertas del Teatro Palacio–, comunica a todo el amable público la suspensión de las funciones de las siete de la tarde, a cargo del reconocido e hilarante cómico mexicano, “El doctor Gatinflas”, quien por causas de fuerza mayor cancela su acostumbrado “Sketch”, “La Cuarta Transformación contra el Coronavirus”.
Desde la suspensión del programa “En familia”, con “Chabelo” o el retiro de las pantallas de “El barrendero”; la última cinta de Mario Moreno, “Cantinflas”, no sufría el mundo del espectáculo nacional una pérdida de tales dimensiones.