Matar sacerdotes para calentar la plaza
Hacia la una de la tarde del pasado lunes 20, Pedro Eliodoro Palma Gutiérrez, guía de turistas en la Sierra Tarahumara, ingresó a la iglesia de Cerocahui seguido por sicarios. Ahí dentro lo ultimaron y también arrebataron la vida a Joaquín César Mora Salazar y Javier Campos Morales.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).–¿Por qué asesinar a dos sacerdotes adultos mayores de la orden de los jesuitas dentro de su iglesia? ¿Qué tal si no hubiese azar en esa ejecución, sino un cálculo preciso del escándalo nacional que este acto de barbarie iba a provocar?
Hacia la una de la tarde del pasado lunes 20, Pedro Eliodoro Palma Gutiérrez, guía de turistas en la Sierra Tarahumara, ingresó a la iglesia de Cerocahui seguido por sicarios. Ahí dentro lo ultimaron y también arrebataron la vida a Joaquín César Mora Salazar y Javier Campos Morales, ambos sacerdotes de la Compañía de Jesús, el primero de 79 y el segundo de 81 años.
La reacción nacional frente a estos asesinatos fue contundente y da prueba de que en México hay muertos de primera y segunda categoría. Es duro decirlo pero es verdad: muy probablemente habría pasado inadvertido ese acto de violencia si las víctimas hubiesen sido tres adultos mayores pertenecientes a la etnia rarámuri.
El pasado mes de abril un grupo armado y con el rostro cubierto arribó a la comunidad de Jicamorachi, ubicada en la frontera entre Chihuahua y Sonora. Ahí los sicarios dispararon contra las viviendas, la iglesia y los comercios para provocar que las y los pobladores abandonaran ese asentamiento. De las 122 familias que ahí vivían actualmente sólo quedan 40. Salvo alguna excepción, el hecho pasó inadvertido para la prensa nacional.
Patricia Mayorga sí reportó para la edición digital de Proceso (02.07.21) sobre el desplazamiento forzado derivado de esa violencia que ha vuelto víctimas a decenas de habitantes de la región en los últimos años. Las organizaciones criminales han impuesto sus leyes para hacer o deshacer con un territorio que asumen como propio y que sirve para el trasiego de drogas hacia Estados Unidos, pero también para dominar el lucrativo negocio de la tala ilegal de bosques.
Han sufrido de este látigo arbitrario las poblaciones de varios municipios de Chihuahua, como Guazapares, Uruachi y también Ciudad Cuauhtémoc. Se trata de una verdadera ola cargada de extorsiones, negocios incendiados, personas “levantadas” y asesinatos.
Mientras Chihuahua arde, la autoridad legal confirma su participación como mera espectadora del desastre. Con el asesinato de Morita y El Gallo, como la población solía referirse a los sacerdotes Joaquín Mora y Javier Campos, la actitud pasiva dejará por un tiempo de ser tolerada. Se suma al cuadro macabro el que los asesinos hayan plagiado los cuerpos sin vida de los dos religiosos y también del guía de turistas, Pedro Palma. Estas muertes son un escándalo cuyas llamas se elevan a tal punto que se hace imposible no verlas, incluso desde lejos.
Ha sido señalado como responsable de esta masacre el joven de 30 años José Noriel Portillo Gill, conocido en su medio como El Chueco. Los antecedentes de este criminal tienen varios años acumulándose. Se le acusa de haber mandado ejecutar, en 2018, al profesor estadunidense Braxton Andrew, a quien se le habría confundido con un agente de la DEA. También hay imputaciones que pesan sobre El Chueco, desde 2019, por la desaparición y homicidio del activista Cruz Soto Caraveo.
Se trataría del líder de una empresa criminal que controla la región de Urique, ligada a la organización Los Salazar que, a su vez, estaría vinculada con el Cártel de Sinaloa.
Más allá de estas malas cartas de referencia, la acusación que desde la Presidencia de la República se ha hecho contra Portillo Gill merecería valorarse con precaución.
Resulta un tanto sospechoso que el líder de una organización criminal sea al mismo tiempo el autor material de los crímenes referidos. Sin embargo, afirmó Andrés Manuel López Obrador que un tercer sacerdote, que estaba presente en el momento de los hechos, habría reconocido al Chueco. Esta pieza de información tendría todavía que ser corroborada.
Pero aún más extraño es que el líder criminal de la región haya cometido el error de ejecutar un doble asesinato –el de los sacerdotes jesuitas– sabiendo que ese evento terminaría por “calentar” su plaza, como se dice coloquialmente.
Es común que el asesinato de civiles inocentes por parte de las bandas criminales tenga como propósito atraer reflectores públicos de tal manera que las fuerzas del Estado tomen control del lugar. Esto, a su vez, tiende a favorecer a las empresas criminales que, de otra manera, no habían podido arrebatar territorio a sus adversarias.
Es decir que el “calentamiento” de una plaza tendría como propósito el empoderamiento de las bandas rivales. En caso de que los asesinatos de Cerocahui fuesen la consecuencia de este patrón delictivo, El Chueco no sería el autor de los hechos, sino el chivo expiatorio designado para mitigar la ira social.
Suma a esta línea de reflexión la pugna que lleva un buen rato andando entre el Cártel de Sinaloa, de un lado, y la alianza que han formado la organización delictiva La Línea y el Cártel de Caborca comandado por Rafael Caro Quintero.
Hace apenas cuatro meses empleados de la empresa comandada por Caro colgaron de un puente en Hermosillo el cadáver de un hombre y un mensaje en el que se señalaba a funcionarios del gobierno sonorense de estar vinculados justamente con Los Salazar, grupo al que pertenecería El Chueco.
La alianza entre Caro y la Línea para arrebatarle posiciones al Cártel de Sinaloa, concretamente la lucrativa región maderera de la Sierra Tarahumara, una de las más importantes para la tala ilegal, podría ser una explicación alternativa y más coherente respecto al secuestro y asesinato de las víctimas de Cerocahui.
¿Fue realmente José Noriel Portillo Gill el responsable de lo ocurrido o alguien más decidió calentarle la plaza con el propósito deliberado de sacar a la organización sinaloense de la sierra de Chihuahua?
Más allá de las personas a las que puedan imputarse estos crímenes, no debería la autoridad cerrar el caso una vez que se detenga al presunto responsable, porque el fenómeno de la violencia que se vive en esa zona del país trasciende a esa persona.
Que la muerte de los sacerdotes Morita y el Gallo no vaya a servir para que salgan unos criminales de Cerocahui y en su lugar ingresen otros. El tema de fondo es el control de la sierra, el cual debería volver a manos del Estado en vez de continuar siendo territorio de criminales.